lunes, 21 de febrero de 2011

Uno

Y un día cualquiera descubrimos que todo parece transmitirse por infección, por contagio, por como se llame esa costumbre que tienen todos los componentes conocidos o desconocidos de nuestro universo de imitarse unos a otros sin una razón aparente, que ya llegará alguien a glosar los motivos, a posteriori, cuando ya los resultados están a la vista y es más fácil, mucho más fácil, encontrar el sentido al camino. Y nos explicarán, pero no necesariamente lo entenderemos, que existirá un contagio entre partículas que parecen imitarse aunque se encuentren demasiado distantes para verse o guiñarse un ojo o advertirse de hacia qué lado hay que girar cuando se sienten observadas, y que el proceso no es muy distinto de aquel que hace que de repente las gentes se hartan de su existencia y sin necesidad de planificar los pasos se encuentran haciendo una revolución. Que se le llama así a decidir cambiar cosas cuando notamos que preferimos cualquier alternativa, aunque no sepamos nada más. La fascinación de las reglas que manejan lo enorme y lo microscópico, que no sabemos si son las mismas aunque ¿por qué no? pudieran serlo y que quizá no conseguimos entender porque estamos mirando desde donde no se ve nada o quizá es que no sabemos mirar y pensamos que es una versión de ver y que eso se hace con los ojos. Despierta, estabas soñando.

Por entonces me parecía francamente inabarcable el proyecto de entender el  mundo y me consolaba bastante bien con la excusa formal de que ya le habría pasado a otros, y si eso servía para establecer el nivel en el que cada cual se encontraba en la vida en relación a su contexto, pues perfecto, no se trataba, o a lo mejor sí, pero pasando algo de miedo, de pegar saltos cuánticos y encontrarse de la noche a la mañana entendiendo cosas que antes se te habían escapado cuando intentabas darles un sentido y ellas se empeñaban en no entrar en las celdas que a ti se te habían ocurrido. Ah, mira tu, celdas has escrito. No cajitas ni contenedores varios. Celdas. Excúsate explicando que te refieres a las celdillas hexagonales de las abejas, or else esto va a quedar un poquito siniestro. ¿En qué estábamos? Definiendo el mal, por ejemplo.

Recuerdo que me interesó sobremanera, hasta el punto de hacer un esfuerzo por recordarlo para poder contarlo (¿no es esa una de las claves?). Estaba y lo leí en un cuento posmoderno de Hemon que en vez de tener sentido se me rebeló porque el inglés en el que escribía era tan correoso y adjetivado que me distraía continuamente haciéndome acudir al diccionario y perdiendo el ritmo del relato (por cierto, benditos traductores que nos preparan las palabras para que las disfrutemos sin notar que estamos tan definidos como limitados). La anécdota recogía la incapacidad del africano de manejar el concepto abstracto del mal. Necesitaría repasar cómo lo maneja, pero me suena, y si no será lo que yo interpreté y vale también, que sin la capacidad de conceptuar el mal independientemente de las personas, no hay religión que tenga futuro. Si un sujeto es malo, se comporta como si lo fuese o actúa como infectado por el mal, se termina con él para siempre y se acabó el problema que planteaba.

Claro que el argumento es circular y autorreferente, pero da lo mismo. Ya puedes tener una semilla muy prometedora, si en vez de plantarla y observar –incluso participando y afectando, vaya mañana cuántica que llevamos hoy- que lleva en el cuaderno de instrucciones te la metes en el bolsillo con las monedas o el mechero, su destino, por complicadísimo que se nos antoje descifrar el código que llevaría a esa semilla a convertirse en un ejemplar adulto y que probablemente no es el momento de abordar, queda truncado. Y si uno estuviese en pleno proceso imaginativo tratando de fundar una religión y se encontrase ante la obviedad de que no puede definir el mal como entidad independiente, ¿qué haría? Aprender a cazar, si no sabe. 

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